Mientras millones de personas hacen malabares para llegar a fin de mes, el 1% de la población está formado por grandes fortunas que acumulan y acaparan riqueza y poder en cantidades ingentes.
Desde principios de siglo, el 50% de población más pobre se ha beneficiado del 1% de la nueva riqueza generada hasta ahora, mientras que el 1% más rico se ha beneficiado del 50% y, entre 2019 y 2023, ha acaparado dos de cada tres euros de nueva riqueza. Con lo cual, la velocidad y la concentración de riqueza es cada vez mayor. Y, hoy en día, acumular riqueza se traduce en poder, porque esas personas tienen la capacidad de incidir en los gobiernos para que esos marcos legales les beneficien.
Esta situación tiene que ver con el impacto de la crisis climática. Por ejemplo, en África los niveles de hambruna se han disparado después de seis temporadas sin lluvias. También está relacionada con la coyuntura del conflicto de Ucrania y los elevados niveles de dependencia de importación de grano y cereal. En muchos países africanos, el nivel de dependencia se sitúa entre el 70% y el 90% y ello ha provocado una importante desinversión pública en agricultura local. Y, finalmente, está muy relacionado con los precios disparados de los alimentos en muchos países, a consecuencia de la especulación. A modo de ejemplo, mientras en España se han disparado los precios y la gran mayoría de las familias tiene que absorber inflaciones de dos dígitos, en 2021 y 2022 una empresa como Cargill, que controla el 70% del mercado global alimentario, batió sus récords históricos de beneficios.
Las evidencias nos dicen que hay cosas que se han hecho bien y la COVID ha sido un buen ejemplo de ello. Aquellos países que habían invertido en sistemas públicos de salud, de protección social, en reducir desigualdades, en mecanismos redistributivos de empleo, de educación, de la riqueza… durante la COVID, tuvieron una mayor capacidad de amortiguar el golpe y de mitigar el impacto en su ciudadanía. Mientras que en otros países, como la India, que es el cuarto país por la cola en inversión en salud per cápita, vimos importantes brotes de la pandemia.
Entonces, existe una mirada política de la realidad en la medida en que los gobiernos tienen una agenda política orientada al refuerzo de sistemas públicos para garantizar unos mínimos al conjunto de la población, en términos de acceso a derechos básicos. Esto es lo que ha permitido avanzar en la reducción de algunos indicadores como la mejora en salud materno-infantil, en educación, en esperanza de vida… Todo ello está íntimamente relacionado con las inversiones públicas y demuestra que los índices de crecimiento macroeconómico no necesariamente se traducen en mejoras reales y tangibles para la vida de las personas.
Sí, pero la segunda parte de la ecuación son los recursos y, ahí, entramos en la realidad de muchísimos países que tienen la voluntad, pero no la capacidad. Ahora mismo seis de cada diez países de renta baja o media-baja están estrangulados por la deuda pública y eso significa que destinan una parte significativa de su presupuesto nacional anual al pago de deuda. Estoy hablando de que países como Egipto, Sri Lanka, Pakistán o Ghana invierten prácticamente el 50% de su presupuesto en pago de deuda e intereses. Y eso tiene un peaje porque es inversión pública que no se destina a salud, educación, protección social, lucha contra el cambio climático, etc.
En un país como República Democrática del Congo, que sólo puede garantizar la sanidad a la mitad de su población, el pago de deuda de cuatro meses equivale al salario anual de 141.000 enfermeras. O Uganda, que sólo tiene 55 camas de UCI para 43 millones de personas, paga cada mes 19 millones de dólares en deuda. Si lo traducimos en camas, podríamos multiplicarlas por cuatro o por cinco.
Podríamos hablar también de elusión y evasión fiscal, porque en muchos países supone un coladero de millones y millones de dólares anuales. Estamos hablando de empresas transnacionales que, en muchos países también de renta baja y media, están exentas de tributar o no lo hacen en función de sus beneficios o tributan en refugios fiscales. A nivel global, se calcula que prácticamente un tercio de los beneficios de las grandes corporaciones está en guaridas fiscales y, por lo tanto, es dinero que no va a las arcas de los estados y que podría servir para construir carreteras, comprar respiradores artificiales y desfibriladores o pagar salarios de maestros.
El primer motivo por el cual no está sucediendo es por la propiedad intelectual de las innovaciones tecnológicas, porque las grandes corporaciones privadas priorizan el sistema de patentes y la generación de riqueza y beneficios antes que compartir conocimiento y tecnología. El segundo gran freno es el dinero. A nivel mundial se han invertido 1,7 billones de dólares en transición energética y energías renovables, pero ¿cuánto ha llegado a África? 10.000 millones. Y el tercer factor es preguntarnos al servicio de quién está la investigación y la revolución tecnológica. Y pienso en la malaria. Aunque, afortunadamente, ahora se está testando una vacuna, durante décadas la malaria ha matado a medio millón de personas al año, el 80% niños y niñas menores de cinco años, y la inversión en malaria durante los últimos diez años ha estado muy por debajo de lo necesario y comprometido porque la malaria es una enfermedad de pobres y se prefiere investigar en otros frentes con mayores recursos.
Estamos viendo una escalada de violencia y de sufrimiento que, ciertamente, sucede con la connivencia de la comunidad internacional. Es una guerra con luz y taquígrafos donde lo que está ocurriendo se sabe y se ve y, aún así, hay un posicionamiento muy tibio de las grandes potencias, de la Unión Europea y de Naciones Unidas. Además, vemos la existencia de un doble rasero porque si lo comparamos con el conflicto en Ucrania, desde el principio se han impuesto al menos doce sanciones a Rusia y, en cambio, en el caso de Israel, no ha habido ni una sola sanción.
Existe una cierta impunidad y, ahora mismo, la comunidad internacional es cómplice de un castigo colectivo a dos millones de personas que están viviendo en situación de privación, sin agua, sin alimentos, sin medicamentos, sin refugio, con unas movilidades forzosas y jugándose la vida cada día.
Las necesidades humanitarias son tan abrumadoras que no sé por dónde empezar. Prácticamente no entran alimentos y sólo llegan del orden del 3% o 4% de los alimentos necesarios para garantizar la seguridad alimentaria de la población. La gente está bebiendo agua sucia o agua salada porque las infraestructuras están dañadas o inoperativas porque la falta de combustible provoca que no se pueda bombear agua. No hay medicamentos ni combustible. La situación es francamente dramática.
Y, al margen de la privación, lo más dramático es la sensación de que no hay refugio seguro. La gente vive con la desazón de jugarse la vida a diario y está en permanente movimiento por los bombardeos indiscriminados. Esta es la realidad de lo que está viviendo de la gente, con un cansancio físico, emocional y psicológico enorme.
Ahora mismo, nuestra capacidad de respuesta es muy limitada. Nuestro programa ordinario en Gaza llegaba prácticamente a 760.000 personas cada año y desde el principio del conflicto, estamos llegando a 75.000 personas con cosas muy básicas como distribución de efectivo, kits de higiene, alimentos. También estamos consiguiendo poner en marcha sistemas de bombeo de agua por energía solar y estamos negociando, junto con otras muchas organizaciones, la entrada de convoyes desde Rafah con alimentos, medicamentos, kits de higiene… pero está siendo muy complicado.
Denunciamos esta situación de privación: se está utilizando el hambre como arma de guerra, algo prohibido por el Derecho Internacional Humanitario. La historia nos juzgará y las generaciones venideras se preguntarán por qué la comunidad internacional y las grandes potencias occidentales miraron hacia otro lado, permitiendo que unas vidas valgan más que otras, que la legalidad internacional se pisoteara sin consecuencias.